EPIGRAMAA la abeja semejante,
para que cause placer,
el epigrama ha de ser
pequeño, dulce y punzante. (Tomás de Iriarte, siglo XVIII)
Al perderte yo a ti, tú y yo hemos perdido:
Yo, porque tú eras lo que yo más amaba,
y tú, porque yo era el que te amaba más.
Pero de nosotros dos, tú pierdes más que yo:
Porque yo podré amar a otras como te amaba a ti,
Pero a ti no te amarán como te amaba yo.
(Ernesto Cardenal)
MADRIGALPor tus ojos verdes yo me perdería,
sirena de aquellas que Ulises, sagaz,
amaba y temía.
Por tus ojos verdes yo me perdería.
Por tus ojos verdes en lo que, fugaz,
brillar suele, a veces, la melancolía;
por tus ojos verdes tan llenos de paz,
misteriosos como la esperanza mía;
por tus ojos verdes, conjuro eficaz,
yo me salvaría.
(Amado Nervo)
MADRIGAL DE LAS ONCE
Desnudas han caído
las once campanadas.
Picotean la sombra de los árboles
las gallinas pintadas
y un enjambre de abejas
va rezumbando encima.
La mañana
ha roto su collar desde la torre.
En los troncos, se rascan las cigarras.
Por detrás de la verja del jardín,
resbala,
quieta,
tu sombrilla blanca.
(Dámaso Alonso)
ODA
ODA anacreóntica VI de Juan Meléndez Valdés.Como se van las horas,
y tras ellas los días,
y los floridos años
de nuestra frágil vida !
La vejez luego viene
del amor enemiga,
y entre fúnebres sombras
la muerte se avecina,
que escuálida y temblando,
fea, informe, amarilla,
nos aterra, y apaga
nuestros fuegos y dichas.
El fuego se entorpece,
los ayeres nos fatigan,
nos huyen los placeres
y deja la alegría.
Si esto, pues, nos aguarda,
¿para qué, mi Dorila,
son los floridos años
de nuestra frágil vida?
Para juegos y bailes
y cantares y risas
nos los dieron los cielos,
las Gracias los destinan.
Ven ¡ay! ¿qué te detienes?
Ven, ven, paloma mía,
debajo de estas parras
do leve el viento suspira, y entre brindis suaves
y mimosas delicias
de la niñez gocemos.
ELEGIALa Elegía a Ramón Sijé;
En Orihuela, su pueblo y el mío, se me
ha muerto como del rayo Ramón Sijé, con
quien tanto quería.
Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.
Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento
a las desalentadas amapolas
daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.
Volverás a mi huerto y a mi higuera;
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera
de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.
Alegrarás la sombra de mis cejas,
y en tu sangre se irán a cada lado
disputando tu novia y las abejas.
Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata le requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
(Miguel Hernández)
EGOGLAÉGLOGA DE LISEO
Al tiempo que la clara luz hermosa
de oscuridad destierra el accidente,
y las doradas flores
esparcen por el campo mil olores,
el blanco lirio, y la purpúrea rosa,
el aura fresca lleva blandamente
los acentos suaves
de las parleras aves,
junto a un arroyo sosegado, y lento
todo recibe general contento
con el rocío de la blanca aurora,
solo Liseo llora
con tal tristeza, y encendido llanto,
que a la más tibia, y más cruel pastora
enterneciera, o la moviera a espanto.
Luz de mi alma, a quién ausente adoro,
y por quien me da vida la memoria
con la esperanza triste,
que en la imaginación sola consiste,
¿Quién mirará los crespos lazos de oro
que un tiempo fueron de mi infierno, gloria,
y el estrellado cielo,
adonde sin recelo
tocó mil veces mi atrevida mano,
y el angélico rostro soberano
de fatigado espíritu reposo?
¿Quién será tan dichoso,
que ver merezca el cristalino pecho,
y el divino semblante milagroso,
por quien en vivo llanto estoy deshecho?
¿Quién tocará la alabastrina, y pura
mano, principio de la muerte mía?
La sonorosa, y clara
voz con la lengua en ecelencia rara,
que con gobierno, y celestial cordura
hiere el aire en dulcísima armonía,
¿a quién habla, y responde?
¿O en qué cielo se esconde.
quién tuvo mis orejas tan suspensas?
Célida mía, ¿En qué ejercicio piensas
que se entretiene el alma de tu amante,
sino en poner delante
estas reliquias de memoria amarga,
para que a veces llore, a veces cante
de tu belleza, y mi pasión tan larga?
Del punto en que comienza el sacro Apolo
a dar color con su presencia al mundo,
y las flores matiza
del carmín, jalde, y de la azul ceniza,
con mis pasiones miserable, y solo
comienzo yo con un pensar profundo,
a imaginar, si acaso
del fuego, en que me abraso
te acordarás, y desta ausencia avara:
¡Ay dulce España, ay dulce patria cara!
Con estas cosas me macero, y canso,
pero luego descanso
con fingirme, que gozo en tu presencia
del regalado trato, afable, y manso,
que dio salud a mi mortal dolencia.
Luego me sobreviene un pensamiento
contrario, que me arroja al hondo abismo,
que en tu gloria serena
no hay accidentes de tormento, y pena,
quiero decir, que en quien el firmamento
repartió tanta parte de sí mismo,
es razón que no entienda
mudanza de tormenta,
el aspereza de calor, ni invierno;
con esto vuelto al sentimiento tierno,
yo mismo a nuevas muertes me sentencio,
porque luego el silencio
de la espantosa noche le sucede,
do en sólo el padecer me diferencio,
no en más ni menos, porque ser no puede.
En un instante con pensar me alegro,
que el rigor, y aspereza de Saturno
será menos esquiva
con la memoria de tu imagen viva,
que cuando viene el velo oscuro, y negro
se representa en el callar nocturno,
y más viva parece:
Tras esto se me ofrece
aquella noche tan serena, y clara,
en que el lucero ardiente de tu cara
dio luz al mundo por oír mi canto,
y no te lo levanto,
que oyendo mi zampoña, y verso rudo
el de Tracia dijiste, que en su tanto
pudiera estar en mi presencia mudo.
Mas no puedo durar en este engaño
tanto, que aplaque mi furor su fuerza,
porque luego revuelve
el cuidado, que en nada se resuelve,
y mostrándome al ojo el desengaño
el claro devaneo allí me fuerza,
a desear de nuevo
la luz, con quien me elevo
oyendo el murmurar del claro arroyo,
donde las lamentables quejas oigo
del ruiseñor, y la calandria un poco,
a lagua, y hierba toco,
por ver si amansa mi encendida fragua,
mas son extremos, y pensar de loco,
que deste fuego, no es contraria el agua,
Pero con todo un poco me entretengo
con estos sauces, la frescura, y sombra
de tan diversa hierba
como naturaleza aquí conserva,
y en grande admiración de todo vengo:
De flores veo una bordada alfombra,
y el argentado, y puro
cielo jamás oscuro
alegremente el suelo ruciando,
los pajarillos a su son cantando
los verdes ramos, que menea el aire
al descuido, y desgaire
mírolo, y digo; a tan dichoso suelo,
aquella gracia, y celestial donaire
de mi señora lo tornará en cielo.
Esta es la vida, y miserable estado,
en que la ausencia por mi mal me ha puesto
de todo bien desnudo
el vivir puesto ya en el punto crudo,
do con la muerte me será forzado
abrazarme dejando todo el resto,
y a mi mal escondido
en el profundo olvido
por ser mi muerte en ocasión tan alta.
Célida mía, ya el vigor me falta,
otro nuevo tormento me recrece,
adiós, que ya se ofrece
el último remate a mi porfía,
y el aliento vital me desfallece,
adiós, señora, adiós Célida mía.
Adelante pasara el pobre mozo
con su cantar, si una mortal congoja,
que la virtud le mengua
no le trabara el corazón, y lengua,
que arrojando del pecho un gran sollozo
cayó en el suelo, y el aliento afloja,
hasta que dos amigos
de su pasión testigos
espantados del grave, y triste agüero
llorando al casi muerto compañero
en hombros a su choza lo llevaron,
donde le sepultaron
entre jazmines, rosas, y amaranto,
hasta que las congojas le dejaron,
y vuelto en sí, torno a su usado llanto.
(Vicente Espinel)